La elección de las palabras correctas suele ser importante. Más lo es cuando nos enfrentamos a temas delicados, de esos que nunca nos gustaría tener que abordar. Tomás Gimeno no es un loco, ni un enfermo, es un asesino. Alguien con la apabullante frialdad para confeccionar un plan con el que quitarle la vida a sus hijas. Dos niñas de seis y un año de edad que el mayor daño que le habían hecho a su padre fue quererlo. Pero el amor que él profesaba por ellas quedó cegado por el odio a su madre y la obsesión por destruirla.
Es violencia vicaria, la forma de violencia machista en la que los agresores utilizan a los hijos para provocarle dolor a la madre. Todo por hundir la vida de la mujer, por robarle la posibilidad de construir una vida feliz en otra relación. Si no es feliz con él, si no se cumple su voluntad, entonces le arrebata lo que más ama en la vida: sus hijas. Porque ella había pasado página, era feliz con otro hombre y eso no podía consentirlo. No es una enfermedad, ni locura, es maldad.
Un maltratador nunca puede ser buen padre. Desde hace casi cincuenta días se ha escuchado que Gimeno quería a las niñas, era buen padre, no sería capaz de hacerles daño. Un padre que despoja a sus hijas de su madre, que no mira por el bien de las menores, sus necesidades y su voluntad no es solo mal padre, sino sencillamente mala persona. No hace falta llegar hasta el triste final que ha tenido esta historia para juzgar a Tomás Gimeno. Hace mucho que este hombre era mal padre.
Esta misma semana se ha sabido que Rocío Caíz, una joven sevillana desaparecida, había sido asesinada y descuartizada por su expareja. La víctima y el asesino tenían un bebé de 4 meses. Un niño al que su propio padre le ha arrancado el amor de su madre. Un hombre que jamás podrá ser buen progenitor.